Deep wounding, new life, and affirming oneself in Christ
I have spent the better part of my life dealing with “imposter syndrome” brought on by trauma I experienced at a very young age. Imposter syndrome is that ever-present gnawing sense of not belonging. Of not being enough. Of having to code switch everywhere you go. Of never truly knowing your true self.
You see, not many people know that I was kidnapped by my father when I was four. And as I begin to share this part of my story, I am realizing more and more, at the age of 52 that the trauma caused by this experience still needs to be dealt with. My four-year-old mind protected me temporarily by making me forget my mother and my brothers. All the while the family I was brought into whispered about why I was there and told stories about my mother—this woman deemed unfit to care for me. In many subtle ways, I was reminded that I was an outsider. That I wasn’t a true member of the family. That I came from brokenness and my blood wasn’t pure. The love I did receive was always conditional. Would be taken away and withheld. Had to be earned over and over again.
So here I am today. An Afriqueña, queer woman striving to claim her full self. A wife, mother, and grandmother. Ordained in the ministry for 20 years, leading a non-profit, pastoring a small congregation and teaching seminary courses. The pattern has been that I am there for others. That I speak out against injustice and I fight for liberation. I lead, preach and teach love and restoration. All the while the fear of the curtain being pulled back and my inadequacies being revealed is very real.
My cultural context perpetuated this. Growing up in a Latinx home—you don’t talk about your feelings. And it is NEVER appropriate to talk about family “stuff” outside the home. Even though we were constantly reminded—“¡no te hagas!”—don’t show off or don’t act like you are more than what you are—truly showing up and working out the trauma out loud was forbidden.
In many ways, the church further perpetuated imposter syndrome. Having no voice at home, when arriving daily to the Catholic school I attended, the little girl put on a mask of fearlessness, defiance, and strength. I was labeled “bad” but no one every asked me what was going on inside. I was taught to confess and repent of my sins—but there was no space to reveal the pain, no space to heal.
Maybe this is why I relate to the woman at the well. She was labeled an adulterer. In reading her story, the church often portrays her as a sinner. Re-engaging this text with a trauma-informed lens, it becomes clear that many have read into her story and add into the narrative, things that are not even there.
But Jesus knows her story. Her FULL story. Not just what she did, but the why. He sees her. She cannot hide from him. Nor does he want her to.
Being fully seen and fully known is liberating. It liberated the woman at the well and all those she shared the Good News with. It will liberate me, too and those that I truly encounter.
Because you know me and see me fully, O God, I can live free and joyfully work for the liberation of all my siblings. Thank you and amen!
The Rev. Dr. Marilyn Pagán-Banks (she/her/hers/ella) is a queer womanist freedom fighter, minister, spiritual entrepreneur, teacher, and life-long learner committed to the liberation of colonized peoples, building power and creating community. She lives in Chicago with her spouse and has three children and nine grandchildren. Dr. Pagán-Banks currently serves as executive director of A Just Harvest, pastor at San Lucas UCC, and adjunct professor at McCormick Theological Seminary.
Heridas profundas, nueva vida, afirmando el ser en Cristo.
Escrito por la Revda. Dra. Marilyn Pagán-Banks
Pasé la mayor parte de mi vida lidiando con el “síndrome impostor” provocado por el trauma que experimenté a una edad muy temprana. El síndrome de impostor es ese sentido constante de no pertenecer. De no ser suficiente. De tener que cambiar como presentarse a donde sea que vayas. De nunca realmente conocer tu verdadero ser.
Pues, mucha gente no sabe que fui secuestrada por mi padre cuando tenía cuatro años. Y a medida que empiezo a compartir esta parte de mi historia, me doy cuenta cada vez más, a la edad de 52 años, que todavía hay que bregar con el trauma causado por esta experiencia. Mi mente de cuatro años me protegió temporalmente al hacerme olvidar a mi madre y a mis hermanos. Mientras tanto, la familia a la que me trajeron murmuraba sobre por qué estaba allí y contaban historias sobre mi madre, esta mujer considerada incapaz de cuidarme. De muchas maneras sutiles, me recordaron que era una extraña. Que yo no era una verdadera miembra de la familia. Que vine de quebranto y mi sangre no era pura. El amor que recibí siempre fue condicional. Sería quitado y retenido. Tuvo que ganarse una y otra vez.
Así que aquí estoy hoy. Una Afriqueña, mujer cuir que se esfuerza por reclamar su plenitud. Una esposa, madre y abuela. Ordenada en el ministerio ya por 20 años, liderando una organización sin fines de lucro, pastoreando una pequeña congregación y enseñando cursos de seminario. El patrón ha sido que estoy allí para otros. Que hablo en contra de la injusticia y lucho por la liberación. Dirijo, predico y enseño amor y restauración. Mientras tanto, el miedo a que la cortina se retraiga y mis deficiencias se revelen es muy real.
Mi contexto cultural perpetúa esto. Al crecer en una casa de Latinx, no se habla de tus sentimientos. Y NUNCA es apropiado hablar sobre “cosas” familiares fuera del hogar. A pesar de que constantemente nos recordaban: “¡no te hagas!”—no prestes atención o no actúes como si fueras más de lo que eres, el hecho de aparecer y resolver el trauma en voz alta estaba prohibido.
En muchos sentidos, la iglesia perpetúa aún más el síndrome impostor. Al no tener voz en casa, cuando llegaba a diario a la escuela católica a la que asistía, la niña se ponía una máscara de valentía, desafío y fortaleza. Me etiquetaron como “mala” pero nadie me preguntó qué estaba pasando por dentro de mí. Me enseñaron a confesar y arrepentirme de mis pecados, pero no había espacio para revelar el dolor, no había espacio para sanar.
Quizás es por eso me identifico con la mujer Samaritana. Ella fue marcada como adúltera. Al leer su historia, la iglesia a menudo la describe como una pecadora. Volviendo a involucrar este texto con una lente informada por el trauma, se hace evidente que muchos han leído su historia y la han agregado a la narrativa, cosas que ni siquiera están ahí.
Pero Jesús conoce su historia. Su historia COMPLETA. No solo lo que ella hizo, sino el por qué. Él la ve. Ella no puede esconderse de él. Tampoco él quiere que ella lo haga.
Ser completamente visto y completamente conocida es liberador. Liberó a la mujer Samaria y a tod@s aquell@s con quienes ella compartió las Buenas Nuevas. Me liberará también a mí y a aquell@s con los que realmente me encuentro.
Porque tú me conoces y me miras a plenitud, mi Dios, por eso puedo vivir libre y trabajar con regocijo para la liberación de tod@s mis herman@s. Gracias y Amén!
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